viernes, 17 de mayo de 2013

Obras literarias: Memorias del subsuelo (2)

Otro viernes ha llegado y le presentamos la segunda entrega de "Memorias del subsuelo",obra maestra de Fiodor Dostoyevski. Memorias del subsuelo es una novela corta organizada en dos partes. La primera, dividida en once capítulos breves y titulada "El Subsuelo", consta básicamente de un monólogo interior del protagonista, un miserable funcionario frustrado, antiheróe contradictorio, enfermizo y excitable, que dirige su charla a un público inexistente. Según el propio autor, en una pequeña introducción que encabeza la obra, su propósito fue "presentar al público, con mayor relieve que otras veces, un carácter de tiempos pasados pero recientes. [...] dicho individuo se presenta a sí mismo, expone sus puntos de vista y, al parecer, quiere explicar las causas que han originado y han hecho inevitable su aparición en nuestro medio".



III
¿Cómo ocurren las cosas en los que son capaces de defenderse y algunos incluso de vengarse? Cuando el deseo de venganza se apodera de ellos, no hay espacio en su espíritu más que para ese deseo. 
Se lanzan hacia delante en línea recta, baja la cabeza, como toros furiosos, y sólo se detienen cuando llegan 
ante un muro. Por cierto, que, ante un muro, estos señores, estos seres sencillos y espontáneos, los hombres 
de acción, se desmoronan y ceden con toda sinceridad. Para ellos, este muro no significa en modo alguno lo 
mismo que para nosotros, que pensamos y, por consiguiente, no obramos; es decir, no es excusa. No, para ellos no es en modo alguno un pretexto que les permite desandar lo andado, pretexto en el que nosotros no solemos creer pero del que nos aprovechamos gustosos. No, ellos ceden de buen grado. El muro es a sus ojos un tranquilizante; les ofrece una solución moral definitiva, e incluso me atrevería a llamarla mística.  Pero ya volveremos a hablar de este muro. 
Pues bien, precisamente es este hombre sencillo y espontáneo el que considero normal por excelencia, el hombre en que soñaba nuestra tierna madre naturaleza cuando nos puso amablemente sobre la tierra. Envidio a ese hombre. No niego que es tonto. Pero ¿qué saben ustedes de esto? Es posible que el hombre normal haya de ser tonto. Incluso es posible que sea hermoso. Y esta suposición me parece más justificada si observamos la antítesis del hombre normal, es decir, al hombre de conciencia refinada, al hombre salido 
no del seno de la naturaleza, sino de un alambique (esto es casi misticismo, señores, pero me siento inclinado hacia esta sospecha). Entonces vemos que este hombre alambicado se esfuma a veces ante su antítesis, hasta tal punto y cede tanto, que, a pesar de todo el refinamiento de su conciencia, llega a considerarse no más que como un ratoncito. Es quizás un ratoncito de extremada clarividencia, pero no por eso deja de ser un ratón y no un hombre, mientras que el otro es en verdad un hombre. En fin, lo peor es que él mismo se considera un ratón, ¡él mismo! Nadie pide que lo confiese. Es un detalle muy importante. 
Veamos, pues, a este ratoncito en acción. También él se siente ofendido (esta sensación es casi continua)  y pretende vengarse. Es posible que se acumule en él más rabia aún que en l'homme de la nature et de la vérité. El deseo cobarde y mezquino de devolver mal por mal a quien le insulta lo corroe, tal vez incluso  más violentamente que a l'homme de la nature et de la vérité, porque éste, en su estupidez natural, considera su venganza como una acción perfectamente justa y, en cambio, el ratoncito no puede admitir la justicia de tal acto a causa de su superior clarividencia. Pero llegamos al fin al acto mismo, a la venganza. Además de la villanía inicial, el desgraciado ratón ha amasado en torno de él, en forma de dudas y 
vacilaciones, tantas nuevas villanías, ha añadido a la primera pregunta tantas otras sin respuesta posible, que, haga lo que haga, crea alrededor de su persona un fatídico lodazal, un pantano pestilente y cenagoso, formado por sus vacilaciones, sus sospechas, su inquietud y todos los salivazos que le arrojan los hombres de acción que le rodean, le juzgan, le aconsejan y se ríen de él a mandíbula batiente. Entonces, naturalmente, lo único que puede hacer es abandonarlo todo, aparentando desprecio, y desaparecer vergonzosamente en su agujero. Y allí, en un sucio y pestilente subterráneo, el insultado, apaleado y escarnecido ratón se zambulle lentamente en su rabia fría, envenenada y, sobre todo, inextinguible. 
Durante cuarenta años recordará la afrenta recibida, con sus detalles más humillantes, a los que irá añadiendo otros más vergonzosos aún, excitándose perversamente, atizando el fuego de su imaginación. Se sentirá avergonzado, pero evocará todos los detalles, pasará revista a todas las circunstancias, inventará otras con el pretexto de que habría podido producirse, y no perdonará nada. Incluso es posible que trate de vengarse, pero a hurtadillas, en pequeñas dosis, de incógnito, sin ninguna confianza ni en su derecho ni en el éxito de su propósito y dándose clara cuenta de que sus tentativas de venganza le harán sufrir a él mucho más que a aquel contra el que van dirigidas y que probablemente ni siquiera se enterará. En su lecho de muerte lo recordará todo de nuevo, añadiendo los intereses devengados, y entonces... Pero precisamente esta mezcla abominable y helada da esperanza y desesperación,
precisamente este enterramiento voluntario, esta existencia de emparedado viviente, esta ausencia (claramente percibida, pero siempre dudosa) de toda solución, este cúmulo de deseos insatisfechos que no han hallado salida, de decisiones febriles tomadas para siempre pero seguidas inmediatamente por los remordimientos; todo esto es lo que detalla precisamente esta voluptuosidad extraña a la que me he referido 
antes. Esto es algo tan sutil generalmente, tan difícil de captar, que la gente mediocre -e incluso,simplemente, aquellos que poseen unos nervios bien templados- no comprende ni jota. «Tampoco comprenderán nada de eso -me dirán ustedes tal vez, burlonamente-, los que nunca hayan sido abofeteados.» Así, ustedes me darán a entender cortésmente que he recibido una bofetada y que hablo con conocimiento de causa. Apuesto lo que quieran a que lo han pensado. Pero tranquilícense, señores, no he sido abofeteado, y, por lo demás, lo que puedan ustedes pensar respecto a este asunto me tiene completamente sin cuidado. Tal vez soy yo quien lamenta haber repartido pocas bofetadas durante mi vida. 
Pero ¡basta! ¡Ni una palabra más sobre este tema, por mucho que les interese! Continúo, pues, hablando con toda calma de las personas de nervios bien templados que no saborean 
ciertas sutiles voluptuosidades. Aunque estos señores mujan como toros en algunos casos y se enorgullezcan de ello, se desmoronan, como ya he dicho, ante lo imposible: ante la muralla de piedra. Pero ¿qué muralla es ésa? Evidentemente, son las leyes naturales, los resultados de las ciencias exactas, de las matemáticas. Si les demuestran a ustedes, por ejemplo, que descienden del mono, será inútil que tuerzan el gesto: tendrán que aceptarlo. Si les prueban que una sola gota de su propia grasa debe ser más estimable para ustedes que cien mil del prójimo y que a eso van a parar todas las virtudes, todas las obligaciones y otras fantasías y prejuicios, no tendrán más remedio que admitirlo, porque dos y dos son cuatro. Esto 
pertenece al dominio de las matemáticas, y no hay discusión posible. 
«¡Perdone! -gritará alguien-. Usted no puede protestar: dos y dos son cuatro. A la naturaleza no le preocupan las pretensiones de usted; no le preocupan sus deseos; no le importa que sus leyes no le convengan a usted. Está usted obligado a aceptarla tal como es y a aceptar todo lo que procede de ella. El muro es un muro...», etcétera. Pero ¿qué importan, Dios mío, las leyes de la naturaleza y la aritmética si, por una razón u otra, esas leyes y ese «dos y dos son cuatro» no me complacen? Evidentemente, no podré romper ese muro con la cabeza, ya que mis fuerzas no bastan para ello; pero me niego a humillarme ante ese obstáculo por la única razón de que sea un muro de piedra y yo no tenga fuerzas para calvario. 
¡Como si ese muro pudiera procurarme alguna paz! ¡Como si uno pudiera reconciliarse con lo imposible por la sola razón de que se funda sobre el «dos y dos son cuatro»! ¡Es el mayor absurdo que puede concebirse! 
¡Cuánto más penoso es comprenderlo todo, tener conciencia de todas las imposibilidades, de todos los muros de piedra, y no humillamos ante ninguna de esas imposibilidades, ante ninguna de esas murallas si ello nos repugna! ¡Cuánto más penoso es llegar, siguiendo las deducciones lógicas más ineludibles, a la posición más desesperante respecto a ese tema eterno de nuestra parte de responsabilidad en la muralla de piedra (aunque está claro hasta la evidencia que no tenemos nada que ver con eso), y, en consecuencia, sumergimos, en silencio pero rechinando los dientes con voluptuosidad, en la inercia, sin dejar de pensar 
que ni siquiera podemos rebelarnos contra nadie, porque, en suma, no tenemos enfrente a nadie! ¡Y nunca lo tendremos, porque todo es una farsa, un engaño, un galimatías! No sabemos «qué» ni «quién», pero, a pesar de todos esos engaños y de toda nuestra ignorancia, sufrimos, y tanto más cuanto menos comprendemos. 



IV
«¡Ja, ja, ja! ¡Si es así, llegará usted a descubrir cierta voluptuosidad en el dolor de muelas!», exclamarán ustedes. Y yo les responderé que sí, que hay cierta voluptuosidad en el dolor de muelas. Yo he sufrido ese dolor durante todo un mes, y sé lo que digo. En estos casos no nos enfurecemos en silencio: gemimos. Pero estos gemido carecen de franqueza: hay en ellos cierta malignidad. Y ahí está precisamente el quid de la 
cuestión. Esos gemidos expresan la voluptuosidad del que sufre: si el enfermo no experimentara cierto  placer al quejarse, dejaría de hacerlo. Es un excelente ejemplo, señores, y lo voy a desarrollar. 
Estos gemidos expresan, en primer lugar, la conciencia humillante de la inutilidad del sufrimiento, su legalidad desde el punto de vista de la naturaleza, sobre la cual usted escupe, pero que le hace sufrir, mientras ella permanece impasible. Expresan también que usted comprende que el enemigo no existe pero no por eso deja de existir el dolor y que, teniendo tantos Wagenheim como tiene, es usted esclavo de sus muelas. Si a alguno de esos Wagenheim le da por ahí, sus muelas dejarán de atormentarle; pero si su 
propósito es otro, su dentadura le hará sufrir todavía tres meses más. Y si se niega usted a inclinarse, si protesta, no hallará otro medio para consolarse que darse de bofetadas o romperse los puños contra el muro 
de piedra. Pues bien, son precisamente estas crueles ofensas, estas burlas que se permite no se sabe quién, las que suscitan esa sensación de placer, que llega a veces a la voluptuosidad suprema. 
Les ruego, señores, que presten atención a los lamentos de un hombre cultivado del siglo XIX que tiene dolor de muelas desde hace dos o tres días. Entonces gime de modo distinto que el primer día, no sólo porque le duele, no como un grosero campesino, sino como una persona instruida, impregnada de la civilización europea, como un hombre «desligado del suelo natal y de los principios nacionales», como se dice hoy. Estos gemidos son malévolos, furiosos y no cesan de día ni de noche. Sin embargo, la víctima comprende perfectamente que no le sirven para nada. Sabe mejor que nadie que irrita y tortura a quienes le rodean y que se tortura a sí mismo sin provecho alguno. Sabe que el público y la familia ante la cual se lamenta escuchan con desagrado sus quejas, en las que no creen, y comprenden que podría gemir de otro modo, más sencillamente, sin afectación, sin esos gorgoritos y esas exageraciones provocadas por lamaldad... Y es que justamente en esa humillación a la que acompaña la clarividencia radica la voluptuosidad. «¿De modo que os molesto, que os desgarro el corazón, que impido dormir a toda la casa? 
¡Mejor, no durmáis! ¡Así os daréis cuenta de que me duelen las muelas! ¡Ya no soy para vosotros el héroe 
que pretendía ser! ¡Ahora soy un malvado, un bribón! ¡Mejor! ¡Incluso me siento feliz al ver que al fin me habéis desenmascarado! ¿Os mortifica oír mis gemidos? ¡Peor para vosotros! ¡Voy a lanzar un gorgorito más afiligranado todavía!» 
¿Continúan ustedes sin comprender, señores? No me extraña; para poder captar todos los matices de esta voluptuosidad sensual es preciso poseer una profundidad mental extraordinaria. ¿Se ríen? ¡Me alegro! Mis bromas, señores, son evidentemente de muy mal gusto. Además, son confusas y suenan a falso. La causa de todo esto es que no siento la propia estimación. Pero ¿acaso el que se conoce puede estimarse aunque sólo sea un poco?
(Continuara...) 

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