Los viernes les presentaremos las mejores obras literarias de la historia mundial, con el estilo ùnico de Leoplán. En esta ocasiòn le presentamos la primer entrega de "Memorias del subsuelo" del genial escritor ruso o Fiodor Mijaholovich Dostoyevski. Fue publicada en 1864 y es considerada una de las obras clave en la literatura rusa. Fue escrita en un momento en el que el autor padecía grandes trastornos emocionales producto del fallecimiento de su esposa Maria Dmitrievna Konstant Isaeva (15 de abril de 1864), y de la posterior muerte de su hermano Mijaíl, muy querido para él. A estos problemas personales, se agregaban además la clausura de sus revistas por parte de las autoridades y su adicción al juego, que le acarrearían graves problemas financieros.
NOTA DEL AUTOREl autor de este diario, y el diario mismo, pertenece evidentemente al campo de la ficción. Sin embargo,
si consideramos las circunstancias que han determinado la formación de nuestra sociedad, nos parece
posible que existan entre nosotros seres semejantes al autor de este diario. Mi propósito es presentar al
público, subrayando un poco los rasgos, uno de los personajes de la época que acaba de trans currir, uno delos representantes de la generación que hoy se está extinguiendo. En esta primera parte, titulada Memoriasdel subsuelo, el personaje se presenta al lector, expone sus ideas y trata de explicar las causas de que hayanacido en nuestra sociedad. En la segunda parte relata ciertos sucesos de su vida.
FEDOR DOSTOYEVSKI
MEMORIAS DEL SUBSUELO
I
Soy un enfermo. Soy un malvado. Soy un hombre desagradable. Creo que padezco del hígado. Pero no sé
absolutamente nada de mi enfermedad. Ni siquiera puedo decir con certeza dónde me duele.
Ni me cuido ni me he cuidado nunca, pese a la consideración que me inspiran la medicina y los médicos.
Además, soy extremadamente supersticioso... lo suficiente para sentir respeto por la medicina. (Soy un
hombre instruido. Podría, pues, no ser supersticioso. Pero lo soy.) Si no me cuido, es, evidentemente, por
pura maldad. Ustedes seguramente no lo comprenderán; yo sí que lo comprendo. Claro que no puedo
explicarles a quién hago daño al obrar con tanta maldad. Sé muy bien que no se lo hago a los médicos al no
permitir que me cuiden. Me perjudico sólo a mí mismo; lo comprendo mejor que nadie. Por eso sé que si
no me cuido es por maldad. Estoy enfermo del hígado. ¡Me alegro! Y si me pongo peor, me alegraré más
todavía.
Hace ya mucho tiempo que vivo así; veinte años poco más o menos. Ahora tengo cuarenta. He sido
funcionario, pero dimití. Fui funcionario odioso. Era grosero y me complacía serlo. Ésta era mi
compensación, ya que no tomaba propinas. (Esta broma no tiene ninguna gracia pero no la suprimiré. La he
escrito creyendo que resultaría ingeniosa, y no la quiero tachar, porque evidencia mi deseo de zaherir.)
Cuando alguien se acercaba a mi mesa en demanda de alguna información, yo rechinaba los dientes y
sentía una voluptuosidad indecible si conseguía mortificarlo. Lo lograba casi siempre. Eran, por regla
general, personas tímidas, timoratas. ¡Pedigüeños al fin y al cabo! Pero también había a veces entre ellos
hombres presuntuosos, fanfarrones. Yo detestaba especialmente a cierto oficial. Él no quería someterse, e
iba arrastrando su gran sable de una manera odiosa. Durante un año y medio luché contra él y su sable, y
finalmente salí victorioso; dejó de fanfarronear. Esto ocurría en la época de mi juventud.
Pero ¿saben ustedes, caballeros, lo que excitaba sobre todo mi cólera, lo que la hacía particularmente vil
y estúpida? Pues era que advertía, avergonzado, en el momento mismo en que mi bilis se derramaba con
más violencia, que yo no era un hombre malo en el fondo, que no era ni siquiera un hombre amargado, sino
que simplemente me gustaba asustar a los gorriones. Tengo espuma en la boca; pero tráiganme ustedes una
muñeca, ofrézcanme una taza de té bien azucarado, y verán cómo me calmo; incluso tal vez me enternezca.
Verdad es que después me morderé los puños de rabia y que durante algunos meses la vergüenza me
quitará el sueño. Sí, así soy yo.
He mentido al decir que fui un funcionario perverso. He mentido por despecho. Yo trataba, simplemente,
de distraerme con aquellos peticionarios y aquel oficial, y jamás conseguí llegar a ser realmente malo. Me
daba perfecta cuenta de que existían en mí gran número de elementos diversos que se oponían a ello
violentamente. Los sentía hormiguear dentro de mi ser, por decirlo así. Sabía que estaban siempre en mi
interior y que aspiraban a exteriorizarse, pero yo no los dejaba salir; no, no les permitía evadirse. Me
atormentaban hasta la vergüenza, hasta la convulsión. ¡Oh, qué cansado, qué harto estaba de ellos!
Pero ¿no les parece, señores, que estoy adoptando ante ustedes una actitud de arrepentimiento por un
crimen que no sé cuál es? Estoy seguro de que ustedes imaginan... No obstante, les advierto que me es
indiferente que se lo imaginen o no.
No he conseguido nada, ni siquiera ser un malvado; no he conseguido ser guapo, ni perverso; ni un
canalla, ni un héroe..., ni siquiera un mísero insecto. Y ahora termino mi existencia en mi rincón, donde
trato lamentablemente de consolarme (aunque sin éxito) diciéndome que un hombre inteligente no consigue
nunca llegar a ser nada y que sólo el imbécil triunfa. Sí, señores, el hombre del siglo XIX tiene el deber de
estar esencialmente despojado de carácter; está moralmente obligado a ello. El hombre de carácter, el
hombre de acción, es un ser de espíritu mediocre. Tal es el convencimiento que he adquirido en mis
cuarenta años de existencia.
Sí, tengo cuarenta años... Cuarenta años son toda una vida; son... una verdadera vejez. Vivir más de
cuarenta años es una inconveniencia, algo inmoral y vil. ¿Quién vive después de cumplir cuarenta años?
¡Respondan sinceramente, honradamente! Voy a decírselo a ustedes: los imbéciles y los bribones. Sí, ésos
son los que viven más de cuarenta años. ¡Se lo diré en la cara a todos los viejos, a todos esos respetables
viejos de rizos plateados y perfumados! Lo proclamaré ante el universo entero. Tengo derecho a hablar así
porque yo viviré hasta los sesenta, hasta los setenta, hasta los ochenta años!... ¡Esperen! ¡Déjenme recobrar
el aliento!
Ustedes se imaginan seguramente que mi propósito es hacerles reír. Pues no; se equivocan en esto, como
en todo lo demás. No soy en modo alguno tan alegre como sin duda les parezco. Por otra parte, si, irritados
por toda esta palabrería (porque ustedes están irritados; lo veo), me pregunta qué soy en fin de cuentas, les
responderé: soy un asesor de colegio. Ingresé en la Administración para poder comer (únicamente para
eso), y el año pasado, cuando un pariente lejano me legó seis mil rublos, dimití al punto y me enterré en mi
rincón. Hacía ya mucho tiempo que estaba aquí, pero ahora me he instalado definitivamente. La habitación
que ocupo está en los confines de la ciudad y es fea, destartalada. Mi criada es una vieja campesina,
malvada por falta de inteligencia. Además, huele mal. Me dicen que el clima de Petersburgo me perjudica,
que la vida aquí es muy cara, e ínfimos los recursos de que dispongo. Lo sé; lo sé mucho mejor que todos
esos sabios donadores de consejos. Pero me quedo en Petersburgo. No me iré de Petersburgo porque...
Bueno, ¿qué importa que me marche o no?
Sin embargo ¿de qué puede hablar un hombre honrado con más placer?
Respuesta: de sí mismo. ¡Por lo tanto, voy a hablarles de mí mismo!
II
Ahora voy a contarles, señores (quieran ustedes o no), por qué ni siquiera he conseguido llegar a ser un
insecto. Lo declaro ante ustedes solemnemente: muchas veces he intentado convertirme en un insecto, pero
no se me ha juzgado digno de ello.
Una conciencia demasiado clarividente es (se lo aseguro a ustedes) una enfermedad, una verdadera
enfermedad. Una conciencia ordinaria nos bastaría y sobraría para nuestra vida común; sí, una conciencia
ordinaria, es decir, una porción igual a la mitad, a la cuarta parte de la conciencia que posee el hombre
cultivado de nuestro siglo XIX y que, para desgracia suya, reside en Petersburgo, la más abstracta, la más
«premeditada» de las ciudades existentes en la Tierra (pues hay ciudades «premeditadas» y ciudades que no
lo son). Se tendría, por ejemplo, más que de sobra con esa cantidad de conciencia que poseen los hombres
llamados sinceros, espontáneos y también hombres de acción.
Ustedes se imaginan (apostaría cualquier cosa) que escribo todo esto por darme importancia, por
burlarme de los hombres de acción, por darme tono a la manera del fatuo que arrastraba el sable y del que
les he hablado hace un momento, pero eso sería de muy mal gusto. Pues ¿quién puede pensar, señores, en
vanagloriarse de sus enfermedades y utilizarlas como pretexto para darse tono?
Pero ¿qué digo? Todo el mundo obra así. Precisamente de sus enfermedades extraen la gloria. Y eso hago
yo, probablemente aún más que nadie... En fin, no hablemos más del asunto: mi objeción es estúpida.
Sin embargo (estoy firmemente convencido de ello), la conciencia, toda conciencia es una enfermedad.
Lo mantengo. Pero dejemos esto por ahora. Respóndanme a esto: ¿cómo es que siempre, en el preciso
instante -como hecho adrede- que me sentía más capaz de apreciar todos los matices de lo bello, de lo
sublime, como se decía en nuestra patria hace poco, se me ocurría no sólo pensar, sino hacer cosas tan
inconvenientes? Eran actos que todos realizan con oportunidad, pero que yo cometía precisamente cuando
me daba perfecta cuenta de que había que abstenerse de ejecutarlos. Cuanto más clara conciencia tenía del
bien y de todas las cosas «bellas y sublimes», tanto más me hundía en mi cieno y tanto más capaz me sentía
de sepultarme en él definitivamente. Pero lo más notable es que este desacuerdo no parecía un hecho
fortuito, dependiente de las circunstancias, sino algo que ocurría del modo más natural. Se diría que éste era
mi estado normal, y en modo alguno una enfermedad o un vicio; tanto, que finalmente perdí todo deseo de
luchar. En resumen, que casi admito (y tal vez sin «casi») que aquél era el estado normal de mi espíritu.
Pero, al principio, ¡cuánto sufrí en esta lucha! No creía que los demás pudiesen estar en el mismo caso, y a
lo largo de toda mi vida he mantenido en secreto este rasgo de mi carácter. Me avergonzaba de él (es
posible que me avergüence todavía). Tan lejos iba en esto, que experimentaba una especie de placer
secreto, vil, anormal, al volver a mi casa, a mi agujero, en una de las turbias e ingratas noches
petersburguesas, y decirme que otra vez había cometido una villanía aquel día y que sería imposible
repararla. Entonces me roía interiormente. Me roía, me desgarraba a dentelladas, bebía largamente mi
amargura, me saciaba de ella de tal modo, que al fin experimentaba una especie de debilidad vergonzosa,
maldita, en la que saboreaba una verdadera voluptuosidad. ¡Sí, lo repito: una verdadera voluptuosidad! He
sacado a relucir esta cuestión porque deseo saber si otros conocen semejantes voluptuosidades.
Me explicaré. La voluptuosidad procedía, en este caso, de que me daba clara cuenta de mi humillación, la
cual procedía del convencimiento de haber llegado al límite. «Tu situación es abominable -me decía a mí
mismo-, pero no puede ser otra; no tienes ninguna salida; no podrás cambiar nunca, porque, aunque
tuvieras el tiempo y la fe necesarios para ello, no querrías convertirte en otro hombre. Por otra parte,
aunque quisieras cambiar, no podrías. ¿En qué otra cosa te transformarías? ¡Quizá no hay ninguna!»
Pero lo esencial- y esto pone fin a la cuestión- es que todo se realiza de acuerdo con las leyes
fundamentales y normales de la conciencia refinada, y mana de ella directamente, tanto, que es por
completo imposible no sólo cambiar, sino, generalmente, reaccionar de algún modo. La conciencia refinada
nos dice, por ejemplo : «Tienes razón, eres un canalla». Pero el hecho de que yo pueda comprobar mi propia
condición canallesca no me consuela lo más mínimo de ser un canalla. ¡En fin, basta ya! ¡Cuántas palabras,
Dios mío! Pero ¿qué he explicado? ¿De dónde proviene esa voluptuosidad? Sin embargo, me interesa
explicarlo todo. Iré hasta el fin. Para eso he tomado la pluma...
Empezaré por decir que tengo un amor propio tremendo, que soy tan desconfiado y susceptible como un
jorobado, como un enano. Pero, verdaderamente, ha habido momentos en mi existencia en los que, si me
hubiesen dado una bofetada, me habría sentido quizá muy dichoso. Hablo en serio; habría podido encontrar
en ello cierto placer..., el placer de la desesperación, desde luego. Pues la desesperación oculta la
volu ptuosidad más ardiente, sobre todo cuando la situación aparece sin salida. Sin embargo, en el caso de la
bofetada, ¡qué sensación de aplastamiento se experimenta!
Pero lo principal es que siempre resulta que soy yo el culpable, sea cual fuere el lado desde el que
examinen las cosas, y es más: culpable sin serlo, por lo menos, de acuerdo con las leyes de la naturaleza.
Soy culpable, ante todo, porque soy más inteligente que cuantos me rodean (siempre me he considerado
más inteligente que las personas que me rodeaban, e incluso -¡fíjense ustedes!- mi sensación de
superioridad me confunde hasta el punto de que miro a la gente de reojo, por no poder mirarla cara a cara).
Soy culpable, además, porque, aún cuando me hubiese sentido generoso, el convencimiento de que esto era
inútil sólo habría servido para atormentarme más. Desde luego, no habría adelantado nada. No habría
podido perdonar, porque el agresor me habría golpeado seguramente, de acuerdo con las leyes de la
naturaleza, las cuales no se preocupan por nuestro perdón. Además, me habría sido imposible olvidar,
porque el insulto, por natural que sea, siempre es un insulto. En fin, si renunciaba a ser generoso y
pretendía, por el contrario, vengarme del agresor, no podía cumplir este propósito, porque me era imposible
decidirme a obrar, aún teniendo la facultad de hacerlo.
Pero ¿por qué? Sobre esto quisiera decirles a ustedes unas palabras.
(Continuara...)
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